Mujer sombra bailando

«Lo único importante en el mundo»

Ella tiene los codos apoyados en la baranda del balcón, los brazos extendidos. Sostiene con las dos manos un vaso en el que todavía queda algo de vino. ¿Qué pasaría si lo soltase? Desde donde está, nota un claro entre las copas de los árboles, dos balcones más abajo. Podría ver el vaso estrellarse contra el piso, los pedazos de vidrio esparciéndose en el suelo, reflejando la luz que hace ya horas encendieron en la calle. Siente como si se le resbalase de las manos. Sería tan fácil dejarlo caer… Lo acerca y bebe lo que queda de vino. Qué cosa más estúpida fue comprarse la botella esa. Había tenido la romántica idea de tomarse una copa de vino mientras miraba el atardecer, pero ella no tiene copas. Nunca tuvo. Y no es lo mismo tomar en un vaso. La pregunta es si de tener ella copas, hubiese sido realmente lo mismo, si de todas formas hubiera logrado que la realidad y la imagen que tenía en la cabeza concordaran. Deja el vaso en el piso, al lado de la botella y vuelve a apoyarse en la baranda. Mira hacia abajo. De chica siempre le gustó calcular las distancias. ¿Cuántos pasos habrá desde su balcón hasta la calle? Se da vuelta y entra al living. No tiene sentido pensar en esas cosas.

Toma el teléfono y marca. Tiene ganas de salir, hacer algo. No quiere quedarse encerrada con ese calor infernal. No atiende nadie. Prueba con otro.

–No estoy, me fui de rumba –dice la voz grabada–. Dejame un mensaje y te llamo.

Cuelga. Último intento, marca: ocupado. Deja el teléfono. Se cambia, se maquilla con cuidado y vuelve a probar. Sigue ocupado. Busca las llaves, toma la cartera, vuelve a probar. Ocupado. Apaga las luces y sale.

En la calle siente el calor que exhala el cemento. Pareciera que la ciudad no se hubiese enterado de que ya es de noche. Para el primer taxi con aire acondicionado que ve.

Alguna vez ése fue su lugar preferido, piensa mientras se sienta en una mesa y toma un sorbo del daiquiri que acaba de comprarse en la barra. También alguna vez todos los que iban a ese lugar la conocían. Mira alrededor, sin reconocer a nadie. Pero mejor así, ¿o es que había vuelto para encontrarse con algún conocido? Para eso se habría quedado pegada al teléfono esperando enganchar a alguien. Toma otro sorbo de daiquiri. Demasiada frutilla.

Mira hacia las mesas de pool. Están todas ocupadas. Grupos felices que juegan al ritmo de esa horrible música electrónica. Se jugaría un partido, si tuviera con quién.

Se levanta, toma la cartera y la copa. No tiene sentido quedarse mirando cómo todos se divierten. Sube la escalera, le paga la entrada al portero y entra a la pista de baile. No hay mucha gente. No es que la sorprenda: sabe que ya nadie va a bailar antes de las cuatro de la mañana. Toma el último sorbo y deja la copa en la barra.

El chico que atiende le dice algo, pero la música está tan fuerte que ella no alcanza a oír. Seguro que le pregunta si quiere tomar otra cosa. Ella mira la pista. Hay muy poca gente como para animarse a bailar sola. Pide una gaseosa. “Qué gran cambio”, piensa mientras toma un trago y mira a los otros bailar. “Abajo por lo menos estaba sentada”. Los juegos de luces le traen dolor de cabeza y siente que le falta el aire. Sale a una de las terrazas. Al no haber edificios altos alrededor, se ve la ciudad como en una postal. Se apoya en la baranda. Estrellas no hay porque el cielo está nublado. Mira hacia abajo. Calcula las escaleras que subió hasta el primer piso, donde están las mesas de pool, y después la larga escalera hasta la disco. ¿Cuántos pasos habrá hasta el suelo?

Siente un brazo que le roza la cintura. Otra mano se apoya en la baranda. Ella gira sobre sí, atrapada en esa especie de abrazo.

–¿Estás aburrida?

Es un pendejo y está borracho. De un tirón le separa la mano de la baranda y consigue zafarse.

–¡Ey! –escucha mientras se aleja.

Baja las escaleras y sale a la calle. Como está empezando a llover, se toma el primer taxi que pasa.

El taxista está escuchando una canción que hace siglos ella no oía. Una de sus canciones preferidas cuando tenía quince años. Ya entonces era una canción vieja, pero le encantaba.

–¿Te molesta si subo el volumen? –le pregunta el taxista, justo cuando ella le está por pedir que lo haga.Dice que no con la cabeza. Llueve cada vez más fuerte.

Por la ventana ve cómo todos los que están en la calle corren para no empaparse. El aire, por lo menos, ya no está tan pesado.

Están frente a la puerta de su edificio. Abre su billetera para pagar y con horror descubre que no le alcanza. Claro, había salido con cincuenta, no con cien. Le dice al taxista que la espere, que sube a buscar y…

–Está bien, flaca –le dice él sonriendo–, terminé por hoy y me queda camino a casa.

Ella insiste.

–Está todo bien –dice él.

–Gracias –le dice ella y se baja.

Ya en su departamento, al prender la luz del living, ve que dejó abierta la puerta del balcón y el agua está entrando. Con calma, se saca los zapatos mojados y se acerca para cerrarla. Pero cuando está por hacerlo, ve el vaso que dejó en la otra punta. Sale al balcón y camina sin apuro, a pesar de la lluvia que la moja. Se escucha música. Algún vecino debe estar teniendo una fiesta. Es salsa. Siempre le gustó la salsa. Avanza haciendo unos tímidos pasos de baile. Alguna vez le dijeron que es buena bailarina. Se agacha para tomar el vaso y se levanta moviendo las caderas, siguiendo el ritmo de la música. Le gusta sentir el chapoteo de sus pies desnudos sobre las baldosas aún tibias y la lluvia cayéndole por el cuerpo, casi acompañando sus movimientos, vaciándola, limpiándola. Y se queda ahí, bajo la lluvia, con el vaso en la mano y girando sobre sí, como si bailar fuera lo único importante en el mundo.

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