Memorias de una intérprete 1

“Si estudiás Letras no vas a poder escribir”. Lo debo haber escuchado mil veces. Pero como a toda cosa que me repiten mucho, no le presté atención. Le tenía más miedo al “de qué vas a vivir” y por eso en paralelo (sólo a mí se me podía ocurrir hacerlo en paralelo) cursé el traductorado en inglés. Otra idea ridícula, claro, porque de rentable convengamos no tiene mucho. Creo que fue porque una profesora de inglés me dijo “los traductores terminan siempre como malos docentes, mejor estudiá el profesorado”. Eterno espíritu de contradicción el mío.

Una de las ventajas de tener una formación tan ecléctica es la amplitud de ramas que se puede cubrir. El problema: uno termina careciendo (oh insulto a la era de la hiperespecialización) lo que, según me explicó un representante de Recursos Humanos en una entrevista, se denomina “un perfil profesional claramente definido”. Él hablaba y yo en lo único en que podía pensar era en que alguien tan narigón como él no debería usar nunca la palabra “perfil”, en ningún contexto y bajo ninguna circunstancia. El eclecticismo, parece, está muy bien para decorar ambientes pero muy mal visto en un curriculum.

Mis elecciones, igual, siempre giraron en torno al lenguaje y la palabra, nunca sentí una verdadera contradicción entre eso y mis ganas de escribir. El trabajo es solo un medio para comprar tiempo para escribir. Puede ser, además, una fuente de anécdotas que nutran la creatividad. Y de las múltiples opciones que mi currículum ofrece, sin dudas, la que más anécdotas me dio es la intérprete. Pero no el glamoroso trabajo de quien interpreta en conferencias, o a políticos de la ONU. Lo mío era más humilde, con un teléfono con vinchita y desde mi casa.

Explicar que hace un intérprete de enlace es siempre complicado. Digamos que en situaciones ideales era: un yanqui de un lado de la línea, un hispanohablante de la otra, yo en el medio traduciendo consecutivamente lo que decía uno y lo que decía otro. Como siempre, la realidad tiene poco de ideal: el yanqui rara vez era yanqui ni hablaba buen inglés (el Apu de Los Simpson parece locutor de la BBC en comparación), la pausa para interpretar entre que hablaba uno y otro rara vez existía, y las más de las veces uno terminaba como referee de un match que no entendía del todo. A eso se sumaba las llamadas que iban contra toda lógica de las funciones que, técnicamente, teníamos que tener. Así, caían llamadas del 911 donde había que tirar por la ventana el protocolo y sacar a toda costa la dirección a alguien en pánico, mientras escuchabas los ruidos de cómo le estaban tirando abajo la puerta para entrarle a la casa, o los oías gritar de dolor. Eras partícipe de una sesión entre terapeuta y paciente, enterandote de la culpa que le generaba el suicidio de su hija, porque alguna vez sintió que mejor hubiera sido no haberla tenido. O te enfrentabas al absurdo total de estar interpretando en una evaluación neurológica sobre el uso del lenguaje del paciente (les adelanto: validez médica cero).

Al trabajar de intérprete telefónica aprendí el valor del manejo de la voz, lo mucho que la entonación puede brindar cuando no podés hablar con palabras propias. Así, traté de darle  un tono compasivo y eliminar todo rastro de la alegría burócrata de una asistente social excitada al decirle a un solicitante si tenía el diagnóstico de cuántos meses de vida le quedaban, porque entonces podía llenar otro formulario. O trasmitir la urgencia de quien quiere convencer a una mujer golpeada a que abandone al marido. Aprendí a interpretar llorando sin que se note (a Dios gracias por el botón de mute, eterno aliado) mientras, por ejemplo, le explicaba a un viejito, y luego a su mujer, y luego a su hija, que se estaba muriendo, que no había nada que pudieran ya hacer por él, si quería que lo pusieran en un respirador llegado el caso. Y que él, su mujer, su hija, creyeran que eso implicaba que podía salvarse para, de nuevo, caer en la cuenta de que no, que lo que le estaban preguntado era cuánto más iba a querer sufrir. Ese viejito, el nombre ya no lo recuerdo, aunque algunos otros sí, debe llevar muerto unos nueve años, y sin embargo, aquí está, colándose en mi blog.

Por eso me reí tanto cuando una ex colega me dijo que lo que le había resultado insoportable de ese trabajo era la soledad: “Estás en tu casa, todo el día sola, no interactuás con nadie”. ¿No interactuar con nadie? De cinco a siete horas enterándote de los problemas más pedrestes a la intimidad más vergonzante de gente que ni has visto ni verás en tu vida. Gente a la que recordás nueve años después de que se murió, aunque no recuerdes su nombre. “Lo que pasa es que vos escribís”, me dijo, como si allí se escondiera la clave de todo. Yo todavía sigo tratando de descifrarla.

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