Cualquiera que trabajase de lo que yo trabajaba podría haber predicho la crisis estadounidense de 2008. La burbuja inmobiliaria era clarísima si eras un intérprete de enlace que, entre las tantas llamadas diarias, recibías un buen porcentaje de J.P Morgan y otros bancos por temas de hipotecas. Como ya mencioné, “intérprete de enlace” suena más glamoroso de lo que es. Uno dice “intérprete” y el que al menos conoce la diferencia entre traductor e intérprete se imagina a los que están en la ONU o a esos hombres y mujeres elegantes que acompañan a presidentes y mandatarios por el mundo. Saquenle glamour, mucho glamour. Imagínense un teléfono con vinchita, un sistema de logeo que ningún intérprete entiende pero que sabe que le permite, por medio de un número local, conectarse a Estados Unidos y que le empiecen a caer llamadas desde the land of the free. Muy parecido a un call center, pero desde casa y en pantuflas. Para completar el cuadro: un yanqui vendiéndole una hipoteca a un latino que vive en Estados Unidos pero no habla (o dice no hablar, tretas del débil, que le dicen) inglés. Post explosión de la burbuja: un yanki desesperado e indignado tratando de cobrarle algo a un latino esquivo, u, opción B, un latino desesperado e indignado tratando de entender por qué está al borde de perder la casa. El intérprete, como siempre, referee de un match que no entiende.
Digo que cualquiera de mis compañeras podría haber predicho la crisis que se venía y, en el fondo, exagero. Exagero porque nunca se lo pregunté a nadie, con esa disgregación tan propia de la era del teletrabajo. Y exagero porque lo cierto es que, como siempre, vemos la realidad con el diario del lunes. Sí puedo decir que yo era consciente de que algo raro pasaba con las llamadas por hipotecas. Les daban los créditos como si fueran caramelos o promociones dos por uno: traiga a su madre y le damos otra hipoteca, inscriba a su bebé en un precrédito hipotecario, dele el regalo de una casa asegurada. No se verificaba ningún dato, ninguna solvencia. Lo más extraño era escuchar admitir frente a un banco que el número de seguro social era “chueco”. Al primero que se lo escuché decir le tuve que pedir que me explicara el significado. No porque no entendiera que me estaba diciendo que era falso, sino porque no llegaba a creer que lo estuviera diciendo para sacar una hipoteca. Después, la eterna disquisición: neutralizar o no, decir “falso” o buscar un equivalente. Para mí la no normalización es una regla de vida más que de traducción, así que fui por “crooked” y lo dejé al yanki con el dilema de entender o repreguntar. Repreguntó. El futuro deudor admitió que no tenía un número de social válido (es decir, que era inmigrante ilegal). El representante del banco ni se mosqueó del robo de identidad, hizo pasar el número por la base de datos y dijo que no saltaba nada raro. Clinc, caja. Una hipoteca más. Una comisión más, creí yo. El panorama de las hipotecas subprime era mucho más complejo de lo que creía, pero eso lo iba a “entender” (todo lo que se puede entender algo así) años más tarde.
Cuando todo saltó por los aires, como era evidente que iba a saltar, el flujo de llamadas aumentó casi al absurdo. Una época de bonanza de este lado del mundo. Y ahí no estoy tan segura si intuíamos (o intuí, que para el caso es lo mismo) que esa era otra burbuja a punto de explotar. No diría que la desesperación en esas llamadas volvió el trabajo tenso, porque el trabajo fue siempre tenso y en comparación a, por ejemplo, una llamada de 911, o una evaluación en la cárcel o de uno de los refugios de mujeres golpeadas, una hipoteca sin pagar, con tasas de interés variable nunca explicadas o que son una entelequia incompresible para alguien que casi no sabe leer y escribir es, la verdad sea dicha, un recreo. Pero todo lo bueno debe terminar y lo torcido también nos llegó a nosotros. El flujo de trabajo fue disminuyendo, no solo de los bancos sino de cualquier rubro, y como cobrábamos por minuto interpretado la situación se volvió insostenible en un par de meses. La mano de obra barata argentina se volvió un lujo. Algunos dicen que mudaron la operación a zonas más rentables de Centroamérica, muchos se indignaron porque en esos países no hay universidades que den cursos de traducción, que la calidad y la eficiencia nuestra, que costo-beneficio… Lo de siempre. Las intérpretes (uso el femenino porque recuerdo haber visto a un solo hombre en capacitación) pasamos a otros trabajos. Leíamos el diario sobre el impacto de la crisis en la Argentina con cierta sorna, supongo, o distancia, porque parecía una queja por una brisa frente al damnificado por un huracán. Pero sí guardo el recuerdo de ese primer hombre con su número chueco, esa honestidad inútil que no lo salvó a él, ni al operario del banco, ni siquiera a mí y mi teléfono con vinchita y mis aires de Casandra, de lo que vendría después, y me sigue dando curiosidad el por qué “chueco”, qué rengueo se confiesa aun cuando no sirve de nada.