La literatura también requiere de entrenar el oído. Cuestiones técnicas –que competen tanto a quien escribe como quien traduce–, como “el registro”, se aprenden a dominar cuando uno empieza a escuchar la música detrás de las palabras.
Como no sé tocar ni el “Feliz cumpleaños” en ningún instrumento, no tengo ni la menor idea de cómo entrena el oído un músico, pero para la literatura, el camino es tan simple como abstracto: leer (mucho) y escribir (mucho). Sólo que hay que entender bien qué es eso de leer y qué eso de escribir. Porque como todo en la vida, no se trata de la acción sino del proceso. Se pueden acumular libros leídos como el seductor que cuenta sus conquistas, pero si la lectura no va acompañada de reflexión, de cierto paladear lo que se lee, es lo mismo que nada, por lo menos en lo que entrenar el oído se refiere.
Parece una verdad de Perogrullo, pero se sorprenderían de cuántos eruditos padecen de sordera.
La otra cuestión es que escribir no significa acumular páginas sin ton ni son. Escribir es corregir, es volver sobre lo hecho, leerlo en voz alta, detectar repeticiones que molestan, rimas involuntarias, pasajes de un tiempo verbal a otro que no eran adrede, sino distracción. Pero corregir también es aprender a reconocer los aciertos (porque identificar lo bueno es siempre parte del aprendizaje), ir descubriendo la propia voz y la modulación que ese texto en especial necesita. Leer en voz alta siempre ayuda. Eso es algo que me gusta estimular en mis talleres. Hay, además, un efecto curioso que se genera al leerle algo en voz alta a otro: por más que hayamos hecho eso mismo en casa, en solitario, cuando lo hacemos en público, todas esas frases a las que “les perdonamos la vida”, empiezan a parecernos un espanto. Es como las limpiezas de primavera. Si hacemos otra en otoño, siempre hay prendas que pasan a mejor vida. La presencia de un tercero entre nosotros y nuestro texto parece llevarse de un plumazo cualquier rastro de autocomplacencia.
Simple y abstracto, dije, porque leer y escribir suena fácil pero hacerlo buscando aprender de esos procesos no tiene nada de sencillo, no es algo para lo que se pueda armar recetas. O mejor dicho, son tantas las posibles recetas que no queda otra que aprender a construir la propia. Es un acto de descubrimiento, porque las palabras tienen su propia música, sí, pero el oído es nuestro.