Trataba de no creerle a su hermano; Lucas siempre estaba metiéndole miedo. “Hay que ver si salís vivo de judo, como para disfrutar de tu fiestita de cumpleaños”, le había dicho esa vez, cuando volvían de la escuela. Su hermano iba a judo hacía más de un año. Él apenas si había empezado hacía unos meses.
—¿Por qué?, ¿qué me va a pasar? —terminó preguntando él, aunque sabía que lo mejor habría sido no decir nada.
Lucas se rió, y se lo quedó mirando como si no estuviera seguro de si contarle o no. Él se encogió de hombros.
—Seguro que son cuentos tuyos —dijo y siguió caminando.
—Cuando llegue tu cumpleaños vamos a ver si son cuentos o no.
Como él no le contestó nada, al final Lucas siguió:
—Cuando es el cumpleaños de alguno, lo tiran la cantidad de años que cumple. Y el último es el profesor, que siempre te hace volar por el aire.
De golpe vio a ese hombre grandote agarrándolo y haciéndolo casi tocar el techo al tirarlo. Y se vio cayendo todo despatarrado sobre el tatami, que para ser una gran colchoneta era bastante dura. ¿Dolería romperse el cuello, o era cosa de un segundo, como cuando uno partía una rama seca? No quiso que Lucas lo viese asustado.
—No les digo que es mi cumpleaños y listo —dijo.
—Mirá que sos tarado, eh —le contestó Lucas—. ¿No te acordás que a mamá le preguntaron la fecha cuando te anotaste?
Él se encogió de hombros, como diciendo que no le importaba, pero desde ese día tuvo miedo de que llegase su cumpleaños. Y aunque antes había estado tan contento porque le habían prometido una fiesta con mago y todo, como la que había tenido Lucas, ahora no quería ni pensar en lo poco que faltaba.
Al principio, trató de creer que todo había sido un invento de su hermano y que no hacían nada en judo cuando uno cumplía años. Pero la semana en que Lucas le había dicho lo que iba a pasar, fue el turno de otro chico y ahí él vio cómo era. Se paraban todas las actividades. El profesor anunciaba quién cumplía años y cuántos, y después todos los otros se ponían en fila, y a medida que tiraban al cumpleañero contaban en voz alta el número de caídas. El último lance lo hacía el profesor. Él vio cómo se acercaba despacio al chico, lo agarraba de las solapas y después de decirle algo en voz baja, lo tiraba. Era un lance que no conocía. El chico dio como una vuelta rara y cayó. Se levantó en seguida, mitad sonriente, mitad mareado, mientras el resto aplaudía. Aunque al chico apenas si lo había visto un par de veces, se le acercó para preguntarle qué le había dicho el profesor antes de tirarlo. Pero el otro sólo se sonrió y le dijo:
—Es un secreto. Cuando te toque vas a saber.
Como no supo qué contestarle, dijo que sí con la cabeza y fue a cambiarse. En la puerta del vestuario su hermano lo agarró del brazo:
—Éste tuvo suerte y se salvó —le dijo, al oído—. Pero porque él sabe caer bien, en cambio vos…
Él se soltó dando un tirón y entró al vestuario. ¿Y qué quería Lucas? Su hermano hacía mucho que iba, pero él apenas si estaba empezando y además, a él no le gustaba el judo. Hubiera preferido hacer cualquier otro deporte. Por eso tampoco le importaba mucho si le ganaban o no una lucha. Los otros chicos eran más grandes también, así que de última… Lucas igual siempre le decía que tenía suerte de que no fuese una clase mixta porque si no seguro que las nenas también le ganaban.
Cuando sólo faltaba una semana para su cumpleaños, las cosas se pusieron peor. No podía ni oír hablar de su fiesta que ya le agarraba un nudo en el estómago. No comió mucho esa semana, y su mamá se dio cuenta.
—Pero ¿qué te pasa? —le preguntó el domingo— ¿Te sentís mal? —él dijo que no con la cabeza— ¿No estas contento con la fiesta? Va ser como vos querías, igual a la que tuvo Lucas el año pasado; el mismo mago y todo. Va a ser un día sólo para vos, ¿por qué no estas contento?
Se quedó callado. Habría dado cualquier cosa por que su mamá dejase de hablar del cumpleaños.
—Dejalo —dijo su papá, que había escuchado todo detrás del diario que estaba leyendo—. Debe estar ansioso nomás. Ya se le va a pasar.
Por suerte su mamá no volvió a insistir. Al día siguiente Lucas se enfermó y todos estaban muy ocupados como para darse cuenta de que él casi no comía. De la fiesta no se volvió a hablar, excepto para decir que ojalá su hermano ya estuviese bien ese jueves. Para él fue un alivio. Era la primera vez que se alegraba de que Lucas se pusiese tan insoportable cuando se enfermaba. Era una angina lo que tenía, nomás, pero parecía que se iba a morir por cómo se portaba. Todos le seguían el juego y corrían de acá para allá. Pero con tal de que no hablasen de su cumpleaños, él estaba contento.
Enfermo y todo, Lucas no dejó de recordarle lo que iba a pasar en judo. El miércoles a la tarde estaban mirando televisión y pasaron uno de esos flash informativos sobre un tipo que no podía ni mover las piernas ni los brazos por un accidente, y que había dado mucha plata para la investigación de nuevas operaciones.
—Así vas a quedar vos —le dijo Lucas—. Si el profe no te mata, claro.
De golpe se imaginó como el hombre de la tele, tomando agua por una pajita que le sostenían y babeándose todo. Hasta ese momento no se le había ocurrido que había algo intermedio entre salvarse y morirse.
—Aunque por ahí tenés suerte —seguía Lucas—, y te deja paralítico nomás.
Después llegó su mamá con la bandeja de la leche y Lucas no volvió a hacer ningún comentario. Él igual no se pudo sacar la imagen de la cabeza y cuando su mamá les apagó la luz a la noche, tuvo miedo de cerrar los ojos, porque lo único que veía era al tipo de la tele. En algún momento debió quedarse dormido, y cuando se despertó a la mañana siguiente lo primero que pensó fue: “es hoy”. Y en seguida sintió el nudo en la panza. Al rato apareció su mamá con la bandeja del desayuno para él y para Lucas. Después vinieron los regalos: un buzo, el CD que él quería y un muñeco del anime que le gustaba.
—El muñeco te lo eligió tu hermano —le dijo su mamá.
Lucas se encogió de hombros.
—Como se la pasa hablando de ese dibujito idiota…
Le hubiera gustado contestarle que si le parecía tan idiota por qué siempre se sentaba a mirarlo, pero no era cuestión de pelearse en ese momento. Después, por suerte, dejaron de darle importancia a eso del cumpleaños, porque Lucas volvía al colegio después de tres días de quedarse en casa. Su mamá le tomaba la temperatura cada dos minutos y repetía, mientras lo abrigaba, que se cuidase en la escuela.Ya en el colegio, trató de concentrarse, pero no pudo. La imagen del tipo de la tele se le mezclaba con las cuentas y los afluentes del río Bermejo. Cuando tocaba el timbre, salía corriendo al patio, y seguía corriendo hasta que la maestra los llamaba para que entrasen. Era lindo correr y sentir el viento frío en la cara.
En la vuelta a casa, Lucas tampoco lo dejó tranquilo.
—Disfrutá las ultimas horas de vida —le decía— porque después…
Él no contestaba, así por ahí conseguía que se callase.
—Bueno, a lo mejor te salvás. Si te concentrás bien y tratás de no caer tan mal como siempre, por ahí nomás te quebrás las piernas.
Él se encogió de hombros:
—Cuando vos te rompiste el brazo tuviste el yeso un mes, nomás —le dijo.
—Sos tarado, eh. Cuando te quebrás las piernas así, de una caída como la que vas a tener, no alcanza con yeso. Seguro que te tienen que operar. Y después no vas a volver a caminar como antes; lo más probable es que te queden las piernas chuecas y ya no puedas correr.
Se miró las piernas. Y él que estaba tan orgulloso de ser el que corría más rápido del grado… Ese día le había ganado a todos en las carreras. Si no podía correr, mejor quedar en sillas de ruedas y listo.
—Igual no te preocupes —le dijo Lucas poniéndole la mano en el hombro—. Seguro que vas a caer tan mal que te mata al toque…
Él le sacó con bronca la mano del hombro y no habló el resto del camino.
Durante el almuerzo no pudo comer nada, faltaban dos horas y media para que se fuesen a judo, y no había manera de zafar. Si decía algo Lucas se iba a dar cuenta de que tenía miedo, y de todas formas su mamá no lo iba a dejar quedarse. Por eso se alegró cuando ella dijo que Lucas no podía hacer esfuerzo todavía, así que a judo no iba a ir; y a pesar de que su hermano protestó, no hubo nada qué hacer. Él pensó, entonces, que también se iba a quedar en casa.
—Pero si yo no voy, ¿quién lo lleva a éste? —dijo Lucas.
—Bueno, de última que él tampoco vaya —dijo su mamá y en ese momento tuvo ganas de ir y darle un beso enorme.
—Pero no —dijo Lucas—, cómo no va a ir, si en judo siempre festejan los cumpleaños. Y es a la esquina que tiene que ir nomás —y lo miró a él, sonriendo. Su mamá también lo miró.
—Ya estás tan grande —le dijo y lo abrazó—. Está bien, así de paso puedo terminar tranquila. Con lo ansioso que es seguro que me va a estar encima todo el tiempo. Andá, pero no des vueltas, eh. Andate directo al gimnasio.
Él dijo que sí con la cabeza. Ya no había nada que hacer. Se puso el piloto, agarró un paraguas y después de escuchar todas las recomendaciones de su mamá, salió. En dos minutos llegó al gimnasio y se cambió. Cuando pisó el tatami el corazón le latía con más fuerza, aunque sabía que no iba a pasar en ese momento. La otra vez el “festejo” había sido casi sobre el final de la clase. Igual, cuando terminaron con el calentamiento, el profesor dijo: “Bueno, y ahora…” e hizo una pausa. Él sintió que el corazón le latía muy, muy fuerte y tuvo unas ganas terribles de vomitar. Pero era apenas que iban a aprender un lance nuevo. Y aunque no le salió bien ni una sola vez, el profesor no le dijo nada. Seguro que le tenía consideración por lo que iba a venir después.
Se formaron para hacer el saludo al final de la clase. ¿Tan rápido había pasado? Algo confundido siguió a los otros cuando rompieron la fila para irse al vestuario. Entonces escuchó la voz del profesor que lo llamaba. El hombre le sonreía. No era raro: cuando había avisado el cumpleaños del otro chico también sonreía. Seguro que le gustaban esas cosas: tirar a los alumnos por el aire y ver si se salvaban o no. Respiró profundo y se acercó. No iba a dejar que se diera cuenta del miedo que tenía. Cuando estuvo a dos pasos, el profesor le puso la mano en el hombro y todavía sonriendo dijo:
—¿Qué pasó con tu hermano que hoy no vino?
Él se quedó esperando algo más. Contra la ventana golpeaban las gotas de lluvia. En el tatami no había nadie, todos los otros estaban en el vestuario. Ya no quedaba nada que esperar. Con bronca sacó la mano que se apoyaba en su hombro, se dio vuelta, y casi corriendo agarró sus cosas y se fue. En la puerta de su casa ya habían pegado el cartel del cumpleaños. De un tirón arrancó la parte que tenía su nombre y lo hizo un bollo. Después entró y sin contestarle a Lucas que le preguntó cómo le había ido, fue a prepararse para la fiesta.
—¿Por qué?, ¿qué me va a pasar? —terminó preguntando él, aunque sabía que lo mejor habría sido no decir nada.
Lucas se rió, y se lo quedó mirando como si no estuviera seguro de si contarle o no. Él se encogió de hombros.
—Seguro que son cuentos tuyos —dijo y siguió caminando.
—Cuando llegue tu cumpleaños vamos a ver si son cuentos o no.
Como él no le contestó nada, al final Lucas siguió:
—Cuando es el cumpleaños de alguno, lo tiran la cantidad de años que cumple. Y el último es el profesor, que siempre te hace volar por el aire.
De golpe vio a ese hombre grandote agarrándolo y haciéndolo casi tocar el techo al tirarlo. Y se vio cayendo todo despatarrado sobre el tatami, que para ser una gran colchoneta era bastante dura. ¿Dolería romperse el cuello, o era cosa de un segundo, como cuando uno partía una rama seca? No quiso que Lucas lo viese asustado.
—No les digo que es mi cumpleaños y listo —dijo.
—Mirá que sos tarado, eh —le contestó Lucas—. ¿No te acordás que a mamá le preguntaron la fecha cuando te anotaste?
Él se encogió de hombros, como diciendo que no le importaba, pero desde ese día tuvo miedo de que llegase su cumpleaños. Y aunque antes había estado tan contento porque le habían prometido una fiesta con mago y todo, como la que había tenido Lucas, ahora no quería ni pensar en lo poco que faltaba.
Al principio, trató de creer que todo había sido un invento de su hermano y que no hacían nada en judo cuando uno cumplía años. Pero la semana en que Lucas le había dicho lo que iba a pasar, fue el turno de otro chico y ahí él vio cómo era. Se paraban todas las actividades. El profesor anunciaba quién cumplía años y cuántos, y después todos los otros se ponían en fila, y a medida que tiraban al cumpleañero contaban en voz alta el número de caídas. El último lance lo hacía el profesor. Él vio cómo se acercaba despacio al chico, lo agarraba de las solapas y después de decirle algo en voz baja, lo tiraba. Era un lance que no conocía. El chico dio como una vuelta rara y cayó. Se levantó en seguida, mitad sonriente, mitad mareado, mientras el resto aplaudía. Aunque al chico apenas si lo había visto un par de veces, se le acercó para preguntarle qué le había dicho el profesor antes de tirarlo. Pero el otro sólo se sonrió y le dijo:
—Es un secreto. Cuando te toque vas a saber.
Como no supo qué contestarle, dijo que sí con la cabeza y fue a cambiarse. En la puerta del vestuario su hermano lo agarró del brazo:
—Éste tuvo suerte y se salvó —le dijo, al oído—. Pero porque él sabe caer bien, en cambio vos…
Él se soltó dando un tirón y entró al vestuario. ¿Y qué quería Lucas? Su hermano hacía mucho que iba, pero él apenas si estaba empezando y además, a él no le gustaba el judo. Hubiera preferido hacer cualquier otro deporte. Por eso tampoco le importaba mucho si le ganaban o no una lucha. Los otros chicos eran más grandes también, así que de última… Lucas igual siempre le decía que tenía suerte de que no fuese una clase mixta porque si no seguro que las nenas también le ganaban.
Cuando sólo faltaba una semana para su cumpleaños, las cosas se pusieron peor. No podía ni oír hablar de su fiesta que ya le agarraba un nudo en el estómago. No comió mucho esa semana, y su mamá se dio cuenta.
—Pero ¿qué te pasa? —le preguntó el domingo— ¿Te sentís mal? —él dijo que no con la cabeza— ¿No estas contento con la fiesta? Va ser como vos querías, igual a la que tuvo Lucas el año pasado; el mismo mago y todo. Va a ser un día sólo para vos, ¿por qué no estas contento?
Se quedó callado. Habría dado cualquier cosa por que su mamá dejase de hablar del cumpleaños.
—Dejalo —dijo su papá, que había escuchado todo detrás del diario que estaba leyendo—. Debe estar ansioso nomás. Ya se le va a pasar.
Por suerte su mamá no volvió a insistir. Al día siguiente Lucas se enfermó y todos estaban muy ocupados como para darse cuenta de que él casi no comía. De la fiesta no se volvió a hablar, excepto para decir que ojalá su hermano ya estuviese bien ese jueves. Para él fue un alivio. Era la primera vez que se alegraba de que Lucas se pusiese tan insoportable cuando se enfermaba. Era una angina lo que tenía, nomás, pero parecía que se iba a morir por cómo se portaba. Todos le seguían el juego y corrían de acá para allá. Pero con tal de que no hablasen de su cumpleaños, él estaba contento.
Enfermo y todo, Lucas no dejó de recordarle lo que iba a pasar en judo. El miércoles a la tarde estaban mirando televisión y pasaron uno de esos flash informativos sobre un tipo que no podía ni mover las piernas ni los brazos por un accidente, y que había dado mucha plata para la investigación de nuevas operaciones.
—Así vas a quedar vos —le dijo Lucas—. Si el profe no te mata, claro.
De golpe se imaginó como el hombre de la tele, tomando agua por una pajita que le sostenían y babeándose todo. Hasta ese momento no se le había ocurrido que había algo intermedio entre salvarse y morirse.
—Aunque por ahí tenés suerte —seguía Lucas—, y te deja paralítico nomás.
Después llegó su mamá con la bandeja de la leche y Lucas no volvió a hacer ningún comentario. Él igual no se pudo sacar la imagen de la cabeza y cuando su mamá les apagó la luz a la noche, tuvo miedo de cerrar los ojos, porque lo único que veía era al tipo de la tele. En algún momento debió quedarse dormido, y cuando se despertó a la mañana siguiente lo primero que pensó fue: “es hoy”. Y en seguida sintió el nudo en la panza. Al rato apareció su mamá con la bandeja del desayuno para él y para Lucas. Después vinieron los regalos: un buzo, el CD que él quería y un muñeco del anime que le gustaba.
—El muñeco te lo eligió tu hermano —le dijo su mamá.
Lucas se encogió de hombros.
—Como se la pasa hablando de ese dibujito idiota…
Le hubiera gustado contestarle que si le parecía tan idiota por qué siempre se sentaba a mirarlo, pero no era cuestión de pelearse en ese momento. Después, por suerte, dejaron de darle importancia a eso del cumpleaños, porque Lucas volvía al colegio después de tres días de quedarse en casa. Su mamá le tomaba la temperatura cada dos minutos y repetía, mientras lo abrigaba, que se cuidase en la escuela.Ya en el colegio, trató de concentrarse, pero no pudo. La imagen del tipo de la tele se le mezclaba con las cuentas y los afluentes del río Bermejo. Cuando tocaba el timbre, salía corriendo al patio, y seguía corriendo hasta que la maestra los llamaba para que entrasen. Era lindo correr y sentir el viento frío en la cara.
En la vuelta a casa, Lucas tampoco lo dejó tranquilo.
—Disfrutá las ultimas horas de vida —le decía— porque después…
Él no contestaba, así por ahí conseguía que se callase.
—Bueno, a lo mejor te salvás. Si te concentrás bien y tratás de no caer tan mal como siempre, por ahí nomás te quebrás las piernas.
Él se encogió de hombros:
—Cuando vos te rompiste el brazo tuviste el yeso un mes, nomás —le dijo.
—Sos tarado, eh. Cuando te quebrás las piernas así, de una caída como la que vas a tener, no alcanza con yeso. Seguro que te tienen que operar. Y después no vas a volver a caminar como antes; lo más probable es que te queden las piernas chuecas y ya no puedas correr.
Se miró las piernas. Y él que estaba tan orgulloso de ser el que corría más rápido del grado… Ese día le había ganado a todos en las carreras. Si no podía correr, mejor quedar en sillas de ruedas y listo.
—Igual no te preocupes —le dijo Lucas poniéndole la mano en el hombro—. Seguro que vas a caer tan mal que te mata al toque…
Él le sacó con bronca la mano del hombro y no habló el resto del camino.
Durante el almuerzo no pudo comer nada, faltaban dos horas y media para que se fuesen a judo, y no había manera de zafar. Si decía algo Lucas se iba a dar cuenta de que tenía miedo, y de todas formas su mamá no lo iba a dejar quedarse. Por eso se alegró cuando ella dijo que Lucas no podía hacer esfuerzo todavía, así que a judo no iba a ir; y a pesar de que su hermano protestó, no hubo nada qué hacer. Él pensó, entonces, que también se iba a quedar en casa.
—Pero si yo no voy, ¿quién lo lleva a éste? —dijo Lucas.
—Bueno, de última que él tampoco vaya —dijo su mamá y en ese momento tuvo ganas de ir y darle un beso enorme.
—Pero no —dijo Lucas—, cómo no va a ir, si en judo siempre festejan los cumpleaños. Y es a la esquina que tiene que ir nomás —y lo miró a él, sonriendo. Su mamá también lo miró.
—Ya estás tan grande —le dijo y lo abrazó—. Está bien, así de paso puedo terminar tranquila. Con lo ansioso que es seguro que me va a estar encima todo el tiempo. Andá, pero no des vueltas, eh. Andate directo al gimnasio.
Él dijo que sí con la cabeza. Ya no había nada que hacer. Se puso el piloto, agarró un paraguas y después de escuchar todas las recomendaciones de su mamá, salió. En dos minutos llegó al gimnasio y se cambió. Cuando pisó el tatami el corazón le latía con más fuerza, aunque sabía que no iba a pasar en ese momento. La otra vez el “festejo” había sido casi sobre el final de la clase. Igual, cuando terminaron con el calentamiento, el profesor dijo: “Bueno, y ahora…” e hizo una pausa. Él sintió que el corazón le latía muy, muy fuerte y tuvo unas ganas terribles de vomitar. Pero era apenas que iban a aprender un lance nuevo. Y aunque no le salió bien ni una sola vez, el profesor no le dijo nada. Seguro que le tenía consideración por lo que iba a venir después.
Se formaron para hacer el saludo al final de la clase. ¿Tan rápido había pasado? Algo confundido siguió a los otros cuando rompieron la fila para irse al vestuario. Entonces escuchó la voz del profesor que lo llamaba. El hombre le sonreía. No era raro: cuando había avisado el cumpleaños del otro chico también sonreía. Seguro que le gustaban esas cosas: tirar a los alumnos por el aire y ver si se salvaban o no. Respiró profundo y se acercó. No iba a dejar que se diera cuenta del miedo que tenía. Cuando estuvo a dos pasos, el profesor le puso la mano en el hombro y todavía sonriendo dijo:
—¿Qué pasó con tu hermano que hoy no vino?
Él se quedó esperando algo más. Contra la ventana golpeaban las gotas de lluvia. En el tatami no había nadie, todos los otros estaban en el vestuario. Ya no quedaba nada que esperar. Con bronca sacó la mano que se apoyaba en su hombro, se dio vuelta, y casi corriendo agarró sus cosas y se fue. En la puerta de su casa ya habían pegado el cartel del cumpleaños. De un tirón arrancó la parte que tenía su nombre y lo hizo un bollo. Después entró y sin contestarle a Lucas que le preguntó cómo le había ido, fue a prepararse para la fiesta.
Cuento publicado en el número de septiembre (2009) de la revista Literarte. Forma parte, con algunas modificaciones del libro Lo único importante en el mundo (editorial El fin de la noche)
http://revistaliterartedigital.blogspot.com/2009/09/azucena-galettini-buenos-aires.html