Memorias de una intérprete 3: Alondra

Siempre me la imaginé muy joven, casi una adolescente. Tal vez por la voz, tal vez por esa indefensión que mostró durante toda la llamada, tal vez por mero prejuicio. Su nombre no lo recuerdo, pero sí el de su hija, Alondra. Siempre voy a acordarme de ese nombre tan alado para un bebé que había nacido muy enfermo. “Alondra”, quizá sea la apertura de la “o” pero tiene algo de encantamiento para mí, como si la palabra misma fuera a levantar vuelo.

No sé si yo era una intérprete especialmente sensible, nunca le pregunté a nadie en cuántas llamadas se puso a llorar en la vida. No recuerdo que en mi caso fueran muchas. Son más las que corté con taquicardia, con necesidad de desloguearme y salir ya del escritorio, casi de mi casa. Pero, trampas de la memoria, tengo la sensación de que esta fue la primera en la que lloré, la primera en que me dije “¿y ahora cómo sigo?”. No que me sorprendiera las funcionalidades del botón de “mute”, pero no creo que lo haya amado nunca tanto como aquella vez.

La situación era de un marcado patetismo, sí, pero eso no era ninguna novedad: una beba recién nacida con una cardiopatía severa que necesitaba una operación. Una madre que no estaba yendo a visitar a su hija con la frecuencia que la enfermera que la llamaba consideraba correcta. La mujer, que yo imaginaba una chica, explicaba que el hospital quedaba lejos, que no habían medios de transportes públicos que la dejaran cerca y que iba sólo cuando conseguía que alguien la llevase. La enfermera le tiraba estadísticas, la importancia de la cercanía afectiva en bebés recién nacidos para aumentar las posibilidades de que sobreviviera. “Ella tiene que querer vivir”, le dijo en un momento, y me imagino, porque no lo recuerdo, que ahí yo empecé a lagrimear.

Pero lo duro no fue eso. Hasta ahí podría decirse que era algo de rutina. Lo duro fue cuando la enfermera, ya algo desesperada, creo, porque la madre no parecía entender que su bebé no tenía grandes posibilidades de sobrevivir la operación que iban a hacerle, pasó a describirle, con lujo de detalles lo que le iba a pasar a Alondra: iban a llevarla al quirófano, dormirla, claro, abrirle el pecho, separarle las costillas con un retractor torácico (y yo casi podía escuchar el crac de esos huesos tan pequeños, tan delicados), y ahí intervenir en una válvula o algo así que ya, francamente no recuerdo. Ante cada nueva cruenta descripción, la madre de Alondra decía “ahá”, “ahá”, cada vez más bajito, cada vez más entrecortado, con menos convicción. La imaginé llorando por lo bajo, como yo, sin la ayuda del botón de “mute”. Lo terrible para mí era que no podía odiar a la enfermera, su falta de delicadeza era su modo de defender a Alondra, lograr su objetivo: que la madre estuviera ahí, acompañando a su bebé, o al menos fuera a despedirse. Tampoco podía no sentir empatía con la madre: conocía demasiado bien la falta de recursos de los que hablaba, que para un yanki promedio podían resultar excusas menores, falta de voluntad o empuje, pero que yo sabía que para esa mujer, esa chica, era montañas insalvables. No sé si se moría de ganas de estar al lado de su hija, pero no dudo de que cada descripción de la enfermera le abría el pecho a ella, le ponía un retractor, le clavaba un bisturí.

 

A veces me pregunto si Alondra se habrá salvado, si será ahora una nena de ¿qué?, ¿once años?, corriendo por las calles de Estados Unidos, o ya en el México de su familia (estamos en la época de la deportación, al fin de cuentas). No sé si eso cambiaría en algo lo que durante tanto tiempo se quedó atrapado en mi memoria, una llamada en que, a diferencia del cine yanki, no es tan fácil asignar el papel de buenos y malos. Para mí Alondra será siempre esa visión del pecho de un bebé, abierto con un bisturí, las costillas diminutas separadas por ese horrible retractor, el sentir cómo te abren el pecho en dos. Y será también la fuerza de las palabras para sellar por siempre un nombre con una imagen, la carga de saber que era una voz, mi voz, la que estaba generando eso, que aunque la voluntad no era mía, las palabras, las inflexiones, las elegía yo; toda la responsabilidad que se esconde detrás de la aparente inocencia del lenguaje. Así que pese a lo alado del nombre, “Alondra” tendrá para mí, siempre, el peso de un yunque.

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