Un cuento en Orilla Sur

«Conversiones« publicado en la revista Orilla Sur. Pueden leerlo acá. Como el enlace ya no existe, les copio el cuento abajo.

Conversiones

 

La mujer levanta la persiana y la luz inunda el cuarto. El adolescente se cubre la cabeza con las mantas.

–Son las nueve –dice ella–. Levantate de una vez.

–Me acosté a las cinco.

–Cosa tuya. Hace más de una hora que tu papá está con las sillas del jardín.

La mujer levanta un buzo que está tirado en el piso, lo pone sobre una silla y sale del cuarto.

El adolescente se destapa protestando en voz baja y se sienta al borde de la cama.

–Mauricio estaría levantado desde las siete –dice, imitando la voz de la mujer, y comienza a vestirse. Cuando ya está listo sale al jardín. La luz del sol lo obliga a cerrar los ojos por unos segundos.

–¿Ya te levantaste? –pregunta el hombre. Está pintan- do de blanco una silla de hierro. Le señala otra, todavía cubierta de óxido–. Ayudame limpiando ésa.

El adolescente se acerca a la silla y comienza a lijar. Trabajan en silencio, hasta que el ruido de una persiana al levantarse los sobresalta. Los dos miran a la ventana de uno de los cuartos de la planta alta. Por entre las cortinas se ve a la mujer que pasa con un escobillón. El hombre vuelve a su trabajo, pero el adolescente se queda mirando, como hipnotizado.

–¿No puede pasar un día sin que entre a limpiar? –dice.

–¿Qué? –pregunta el hombre, levantando la cabeza. El adolescente lo mira. –Nada –dice, y el hombre vuelve a concentrarse en

su tarea. Cuando la persiana vuelve a bajarse, ninguno de los dos interrumpe lo que está haciendo.

****

–Ya está el almuerzo –dice la mujer un poco después. Está parada en la puerta que da a la cocina y los mira dejar la lija y el pincel. Cuando ve que se acercan, gira y entra a la casa.

Una vez en la cocina, el hombre y el adolescente se lavan las manos en la pileta y se sientan a la mesa. Comen en silencio, la mirada fija en el plato. Sólo el adolescente levanta la cabeza para mirar a los otros, que parecen no darse cuenta.

–Cuando terminemos con las sillas, salgo un rato –dice por fin.

–No –dice la mujer sin siquiera mirarlo–, tenés que estudiar. Rendís química está semana.

–¿Y?

–Te quedó cinco en el trimestre.

–¿Justo química tenía que ser? –dice el hombre, absorto en separar con el tenedor el puré de la carne–. ¿No era que te gustaba?

El adolescente levanta los hombros.

–Cuando le explicaba Mauricio le gustaba –dice la mujer.

–Porque ahora salga a dar una vuelta con la bici… –insiste el adolescente.

La mujer niega con la cabeza.

–Cuando terminan con las sillas, te ponés a estudiar.

–Ya casi terminamos –dice el hombre–, lo que falta lo puedo hacer solo. No sabía que tenías examen. Me hubieras dicho y…

El adolescente no lo mira. Se levanta con su plato medio lleno todavía y lo deja en la mesada. Luego sale y va a su cuarto. Ahí toma la mochila que está en el piso y un libro de uno de los estantes amurados a la pared. Va al living, se sienta a la mesa y acomoda las cosas. Lee un par de páginas hasta que de golpe cierra el libro.

–Mauricio no tenía razón –dice en voz baja–. Este libro es una porquería.

Junta todo y lo pone en la mochila. Sale del living hacia la escalera y comienza a subir. Ya arriba, se detiene frente a una de las puertas. Parece dudar. Espera. Luego abre y entra.

El cuarto está oscuro y hay un olor penetrante a cera. Deja la mochila en el piso, levanta la persiana y abre para que entre aire. Se sienta en el borde de la cama y mira alrededor. Todo está cuidadosamente en su lugar.

Se levanta y va hacia el escritorio. Hay un pequeño trofeo en una esquina. Lo toma con cuidado y pasa los dedos sobre la inscripción en la chapa de metal, casi como una caricia. Está por dejar el trofeo donde lo encontró pero, antes de apoyarlo, cambia de opinión y lo pone en la esquina contraria. Acomoda sus cosas en el escritorio y se sienta. De los estantes, elige uno entre los varios libros de química y se pone a leer.

 

****

–¿Qué hacés vos acá? –La mujer está en la puerta del cuarto.

–Estudio –dice el adolescente sin levantar la vista del libro.

–¿Justo acá tiene que ser? Él la mira.

–¿Y por qué no?

–Sabés bien por qué no. Es el cuarto de tu hermano…

Era el cuarto de mi hermano –dice el adolescente y vuelve a concentrarse en el libro.

De golpe la mujer está a su lado. Le da una cachetada. Él se pone de pie de un salto, empujando la silla hacia atrás.

–¿Qué? –grita–. ¿Tenés miedo de que venga a recriminarte porque el cuarto está desordenado? No va a volver, ¿entendés?

–¿Qué pasa? –El hombre ha entrado en el cuarto.

–Subo y me lo encuentro a éste acá, instalado como si nada –dice la mujer, la voz le tiembla–. Para él todo sigue igual, todo es lo mismo. Total, si a él no le importó nunca que…

El adolescente la obliga a correrse. Avanza hacia la puerta.

–Me tendría que haber muerto yo –dice.

El hombre lo detiene agarrándolo del brazo.

–Nunca más digas eso –le dice–. No vuelvas siquiera a pensarlo, ¿me escuchás?

Los ojos del adolescente se llenan de lágrimas. El hombre lo suelta y él baja la escalera. Después se oye el ruido de la puerta de calle al cerrarse.

–Vamos –dice el hombre.

La mujer avanza con él, pero en la puerta se detiene y vuelve a girar hacia adentro. El hombre suspira y comienza a bajar.

Ella mira el cuarto. La luz del sol ilumina la cama. La colcha está un poco arrugada. Sobre el escritorio hay varios papeles desordenados. La mochila está tirada en el piso y la silla, a un metro del escritorio.

–Siempre el mismo desordenado –dice la mujer, y casi parece sonreír cuando cierra la puerta y baja la escalera.

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